Ayer me decía una amiga “estoy hasta las narices. Últimamente sólo recibo comentarios de mi jefe y compañeros sobre mi mal aspecto y manera de vestir, pero nadie me dice lo bien o mal que estoy haciendo mi trabajo”. La verdad es que yo también me había percatado de que tenía una imagen más descuidada. Me tenía acostumbrada a verla siempre perfecta y esto ahora me llamaba la atención.
Me contaba que no le molestaba lo que los demás dijeran de ella, pero que le superaba que cada mañana al llegar al trabajo lo primero que oía de su jefe era “pareces una vagabunda”. Sobre todo porque si últimamente se arreglaba menos era por la implicación tan grande que había adquirido con su empresa para sacar adelante un proyecto concreto. Arreglarse le restaba tiempo, me decía. Insistía que era necesario separar la imagen de la valía personal y profesional, porque ella, entre otras cosas, hacía el mismo trabajo en falda y tacones que con vaqueros y cholas. “Claro que la imagen era importante” repetía, pero le parecía terrible que si no cubría expectativas en este sentido, se quedaba con la impresión de que su trabajo y esfuerzo le deslucían.
La vida es cambio y evolución, no nos encontramos siempre en el mismo punto, o no deberíamos, y como las personas no somos estáticas, nuestra imagen tampoco ha de serlo. Hay muchos motivos por los que una persona quiere reinventarse. Podemos cambiar nuestra manera de presentarnos al mundo, sin duda es legítimo. Esto a la vez provocará reacciones diferentes en nuestro entorno inmediato hasta que se acostumbren a nuestra nueva imagen. Pero ojo, ese cambio de imagen siempre ha de ser consciente y creíble, derivado de un análisis interior. Trabajar la imagen exterior desde dentro quiere decir ser coherente con nuestros valores, creencias, comportamientos, etc. Sólo así lograremos estar a gusto con nosotros mismos y transmitir realmente lo que queremos.
A mi amiga le dije que, estuviera o no de acuerdo con la importancia de cuidar su imagen en el trabajo y el precio que se paga o no por ello, ella tenía que saber las razones por las que había cambiado su forma de arreglarse y de presentarse al mundo. Y la sabía, si. Tomó consciencia de que ese cambio reflejaba su desmotivación en el trabajo. Trabajo en el que estaba 100% implicada y por el que no había recibido ninguna palmadita. Le hubiera venido muy bien un jefe asertivo que le dijera algo así como “reconozco todo lo que te estás esforzando en el día a día y la implicación que tienes, pero estoy viendo que últimamente estas descuidando tu aspecto y, aunque puede que sea porque te falte tiempo, tienes que tener en cuenta que tu imagen nos afecta negativamente a todo el Equipo, porque puede llegar a trasmitir a la dirección dejadez y poco entusiasmo por el proyecto en el que estamos en este momento”. Y es que, insisto, no hay liderazgo sin asertividad.
Queramos verlo o no, todos los detalles cuidados suman y todo lo que descuidamos restan nuestro impacto como persona o profesional. Desmejorar la imagen en las organizaciones transmite inconscientemente desmotivación, despreocupación y cierto halo de fracaso. Remito de nuevo a la neurociencia.